Silvia Giménez Rodríguez, Universidad Rey Juan Carlos
La COVID-19 está suponiendo un reto de salud pública para una gran parte de países del mundo. En España el 86 % de los fallecimientos son de personas de más de 70 años, y un 95 % de ellos ya tenía otra patología asociada. Entre las medidas instauradas por una parte de los países, incluida España, están el confinamiento y el distanciamiento social con el fin de reducir la tasa de contagio. Ambas pueden tener consecuencias para la salud.
Aunque el virus tiene una actividad patógena directa, los casos más graves parecen evolucionar peor, no tanto por el propio virus, sino por la respuesta inflamatoria excesiva que se produce en el organismo para frenarlo, ya que dicha respuesta puede provocar daños colaterales en diversos órganos. Estos daños pueden llevar al fallecimiento de una gran parte de los enfermos.
La Comisión Económica para América Latina y Caribe de Naciones Unidas reconoce que la soledad y el aislamiento juegan un papel importante respecto a la capacidad de las personas mayores para responder ante la enfermedad. A su vez, la OMS destaca la importancia de garantizar que las medidas de protección hacia las personas mayores frente al COVID-19 no aumenten su situación de vulnerabilidad.
La mayor parte de profesionales sanitarios y científicos buscan factores biológicos que permitan explicar y predecir esta evolución. Pero, ¿y si fueran decisivos los factores psicosociales? ¿Y si la situación de confinamiento y de aislamiento extremo a la que están siendo abocados nuestros mayores, al privarles de la compañía y el apoyo familiar, está jugando un papel fundamental que apenas se ha tenido en cuenta en el desarrollo de esta crisis? Los mayores con síntomas o indicadores de COVID-19 tienen restringidas las visitas en su totalidad en algunos hospitales de España y en otros solo permiten una visita corta diaria. La entrada en las residencias de mayores no es permitida.
¿Cómo influye el aislamiento y la soledad?
Al hablar de respuesta inflamatoria nos referimos a los mecanismos que pone en marcha el organismo para coordinar nuestras defensas frente a algo que percibimos como amenazante. Se manifiesta a través de la activación de ciertas células o la producción de ciertas sustancias o marcadores inflamatorios que pueden ser detectados en la sangre o en los tejidos.
Esta respuesta es beneficiosa, siempre que esté ajustada al estímulo que la produce. Cuando está ya activada por encima de lo habitual sin existir un motivo evidente (lo que se denomina estado proinflamatorio), o se prolonga más tiempo o con una intensidad mayor de lo realmente necesario, es frecuente que haya consecuencias para el organismo.
En un estudio publicado en 2017 en Neuropsychopharmacology se revisa el conocimiento actual acerca de cómo la conducta social influye sobre la respuesta inflamatoria. Se ha demostrado que ciertos estresores sociales, como el rechazo, la separación y pérdida de seres queridos, el sentirse evaluado y la existencia de algún conflicto interpersonal, pueden aumentar de forma transitoria o a largo plazo la actividad proinflamatoria del organismo. Al prolongarse en el tiempo, supone una situación de gran desgaste y deterioro.
Un hallazgo importante ha sido la influencia de la conexión social sobre el patrón de expresión de nuestros genes. Ya sabemos que somos seres sociales, y necesitamos generar vínculos estrechos y seguros para nuestro desarrollo global, tal como puso de manifiesto la teoría del apego formulada por John Bowlby.
Una investigación publicada en 2014 en la revista PLoS Genetics revisa lo que se ha denominado respuesta transcripcional conservada ante la adversidad. Según esta, ante una situación de amenaza, indefensión o de desconexión social, se produce una activación de genes que favorecen la respuesta inflamatoria (quizá como compensación y preparación del organismo ante la falta de apoyo social que no se va a recibir). A su vez, existe una inhibición de los genes relacionados con la respuesta antiviral. Si recordamos qué mecanismos se observan en las personas en las que se produce una peor evolución de COVID-19, parecen existir ciertas similitudes que sería importante tener en cuenta en el futuro.
Se ha comprobado que las personas que se sienten solas tienden a una mayor activación de la respuesta inflamatoria, medida por determinados marcadores en sangre. Este hallazgo es especialmente relevante en ancianos. Un estudio de 2019 llevado a cabo en Reino Unido ha podido demostrar la mayor susceptibilidad de los varones ancianos a las consecuencias derivadas de la soledad, con una mayor elevación de marcadores de inflamación, como la proteína C reactiva, el fibrinógeno o la ferritina.
Para respaldar más aún todos estos hallazgos, un estudio experimental publicado en 2019 en la revista Brain, Behavior and Immunity ha demostrado que en hombres jóvenes sometidos a vacunación, aquellos que sienten una mayor soledad presentan una mayor elevación de uno de los principales marcadores inflamatorios, la interleuquina-6, tras la inmunización, lo que significa que su organismo es más proclive a desencadenar una respuesta inflamatoria exagerada.
Un rayo de luz: el apoyo social percibido y el tacto afectivo
Donde hay sombra, es porque cerca se puede encontrar luz. Y esto es lo que ocurre respecto al tema que nos ocupa. Cada vez ha quedado más demostrada la función de amortiguación de un buen apoyo social sobre la susceptibilidad a infecciones respiratorias. Un estudio publicado en 2015 en la revista Psychological Science midió en 404 participantes el apoyo social percibido, la presencia de conflictos interpersonales y el número de abrazos recibidos en los días previos a un periodo de confinamiento en el que se les inocularon mediante gotas nasales dos posibles virus, el de la gripe o un rinovirus. Del total, se infectaron 315 (78 %), y enfermaron 127 (31,4 %). La presencia de conflictos interpersonales aumentaba el riesgo de infección, pero dicho riesgo era amortiguado cuando había mayor apoyo social y mayor número de abrazos antes del periodo de cuarentena.
Las medidas preventivas no están exentas de efectos secundarios
El intervencionismo acusado en el ámbito de la prevención clínica y de salud pública necesitaría recurrir a la prudencia, puesto que las medidas preventivas no están exentas de efectos adversos de manera individual, aunque a priori parecieran conllevar grandes beneficios para la comunidad.
No medir las consecuencias para la salud del aislamiento extremo y su consecuente percepción de soledad de las personas mayores, nos obliga a revisar el trinomio de “prevención-iatrogenia-salud pública”. Se entiende por iatrogenia, el daño o morbilidad atribuible a las decisiones en el proceso de atención sanitaria, sea clínica (individuos) o de salud pública (poblaciones).
Sería interesante reflexionar sobre si las decisiones de salud pública se están tomando en su dimensión biopsicosocial, tal y como propone la definición de salud de la OMS, o están desvinculadas de la evidencia científica psicosocial en la progresión a enfermedad física. En el caso de la COVID-19, ¿es el aislamiento preventivo total en las personas mayores, la medida más eficiente para reducir la morbilidad y mortalidad en esta población? La evidencia científica presentada propone una revisión del modelo.
En este artículo ha colaborado Juan Manuel Morillo Velázquez, Doctor en Odontología, Especilista en genética clínica, Máster en educación y prevención del sida, Experto en inteligencia emocional, apego y trauma.
Silvia Giménez Rodríguez, Co-Directora del Observatorio para el Análisis y Visibilidad de la Exclusión Social. Docente e investigadora área de Sociología, Universidad Rey Juan Carlos
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.